La pauta europea
75 años de trayectoria de proyecto europeo traen nuevos significados políticos y nuevas garantías de afrontar los grandes retos de un mundo en pleno desarrollo.

Carlos Arias, Comité Ético de Volt España
El lejano tiempo presente
Hace 75 años, Robert Shuman le puso palabras a una necesidad imperiosa, derivada del desastre de la Segunda Guerra Mundial: convertir las fronteras en elementos de unión, de concordia y de mejora compartida, en lugar de líneas divisorias, sometidas a las fricciones de países que se miran con recelo. El antiguo afán de crecer a costa de los territorios limítrofes se transformaba en otro modelo de engrandecerse, que consistía en algo tan obvio como utilizar los recursos para crear calidad de vida y mejorar las condiciones de unas sociedades que habían servido en exceso como suministradoras de carne de cañón, desde que tenemos memoria de la humanidad organizada bajo estructuras jerárquicas.
En una Europa todavía convaleciente del cataclismo, la visión de Schuman abría una gran puerta a la esperanza, simplemente porque le daba un enorme empuje a la realidad de un continente en el que hemos desarrollado un pensamiento humanista y, también desde el origen de nuestros Estados ‒ especialmente desde la revolución renacentista‒, una aproximación progresiva de la ciudadanía al poder, que se ha ido convirtiendo en un instrumento al servicio colectivo. Con sus convulsiones y sus disfunciones, por supuesto, pero con una salida positiva de cada una de ellas. De esta forma, la idea del político visionario francés se asentaba sobre la base de unos países que, independientemente de las circunstancias, habían desarrollado esquemas de pensamiento que les daban homogeneidad y personalidad común, probablemente como consecuencia de la antigua unidad surgida de la hegemonía romana, o de otras concepciones que fueron incrementando el legado, como el imperio carolingio o la labor aglutinadora de las órdenes religiosas que se encargaron de trasladar las ideas de democracia y la filosofía surgida de la Grecia clásica.
Los ajustes necesarios
Todo esto nos da una base muy sólida para pensar en el gran proyecto de la Unión Europea, con las ampliaciones que resulten necesarias y los ajustes que exija la adaptación a los tiempos. Hace falta, por una parte, una voluntad ya existente ‒hoy solo se cuestiona esta gran simbiosis multilateral por intereses particulares en la lucha del poder, o por tener minutos de gloria hablando de algo que creo que carece de alternativa seria‒ y, por otra, una renovación de los conceptos políticos que han dejado de funcionar, como, por poner un ejemplo muy significativo, la identidad como algo rígido y asociado a una soberanía también marcada por aristas vivas. La identidad se forma con muchos elementos, y uno de ellos me parece evidentísimo que consiste en la conciencia de pertenecer a un continente que ha buscado desde siempre su expresión colectiva.
La cuestión de la soberanía entra en la misma órbita. Podemos preguntarnos si tiene sentido que nos aferremos a un concepto artificial que impide mejoras palpables, y nos habremos quedado en la base de la cuestión. Más allá de eso, también nos cabe interrogarnos si toda nuestra realidad cabe en un esquema rígido, donde elementos tan dispares como los usos lingüísticos o las preferencias culturales deben gestionarse indisociablemente de otros como el flujo del comercio o la política monetaria. Incluso estos podrían fragmentarse y llevarse a una organización escalable, en la que unas cosas se resuelvan en el nivel básico territorial y otras en el de otros centros de decisión de mayor alcance. Si observamos lo logrado por la Unión Europea desde su origen, veremos que, sin haber alcanzado, ni mucho menos, su plenitud operativa, ha supuesto una renovación enormemente beneficiosa para sus Estados miembros.
Hace falta mejorar sus esquemas de gobernanza, por supuesto, pero, en cualquier caso, y aunque se mantenga en su actual estructura, me parece fácil ver que el regreso a la separación y la pérdida de ese gran referente para coordinar la actuación conjunta significaría una regresión tan severa como absurda. No hace falta tener unos grandes conocimientos de sociología para percibir cómo la integración estructurada de fuerzas produce mucho mejores resultados que la simple suma de logros dispersos. Optimizamos recursos, cubrimos objetivos en función de su importancia estratégica, evitamos duplicidades y el desperdicio de tiempo o energías, etc. En investigación, por ejemplo, podemos ver cómo equipos de trabajo que abordan áreas comunes pueden distribuirse las funciones, con una mejora mucho más que substancial del rendimiento; de la misma forma, aspectos clave como la defensa, la sanidad o la alimentación pueden gestionarse de acuerdo con dinámicas de grandes masas y con una armonización de intereses, de forma que también se equilibren los presupuestos, la distribución de bienes o, en el caso de la defensa, la capacidad de respuesta en un nivel muy superior al que puede ofrecer una simple suma de efectivos de países de gestión autónoma.
Más que una suma
No se trata solo de que Europa haya reproducido a mayor tamaño el concepto renacentista del Estado, sino que , desde la declaración de Schuman, ha ido generando una nueva dinámica política, que se traduce en descubrir otras posibilidades de convivencia y de gobierno. Muchas áreas pueden gestionarse a través de estructuras escalables de poder; el desarrollo de una personalidad colectiva ‒ que Europa tiene desde hace miles de años‒ puede realizarse de forma que las que la integran puedan ganar profundidad y entidad: la condición europea le da un valor añadido a la de madrileña, catalana o alsaciana, lo mismo que a la española o a la belga.
El proceso cristalizado en 1950 no ha hecho más que progresar y superar límites. La realidad de Europa ha experimentado una evolución potentísima, cualitativa y cuantitativamente. Vivimos mucho mejor que en 1950 o ‒en el caso de España y Portugal‒ que en 1986; pero el mundo en su conjunto también ha recibido este influjo integrador. La mentalidad de las relaciones ha cambiado al contar con una gran potencia como la nuestra, que ha inclinado mucho más la balanza hacia la diplomacia y el diálogo para resolver diferencias. No todo está conseguido, y hay acontecimientos muy dolorosos en la actualidad, pero, si observamos el horror que nos producen, veremos que se debe a que la mentalidad ha cambiado y la guerra ya se ve como algo sumamente anormal.
También el comercio tiene otra dinámica, basada en la fluidez de los movimientos y en unos intercambios de mucha mayor agilidad, en beneficio de toda la población planetaria. Hay un espíritu europeo que llega a todas partes; un modelo en el que las personas cuentan y se sienten parte de un desarrollo que les pertenece, y que puede avanzar mucho más, a medida que las alianzas sustituyan la competitividad, y que la concordia se establezca como la única forma de mejorar la calidad de vida y la confianza en un mundo plenamente hospitalario.
La pauta está en Europa.